santo domingo

Blog

Aún no aprendo a pedir ayuda sin sentir que estoy j*diendo

Espero a que mi cuerpo se encargue de ello, sea lo que sea. Dos días temblando debajo de tres sábanas, vomitando y con la fiebre cayéndome a palos. Pero sé que no hay nada mejor que decir «mañana voy al médico» para amanecer sana al otro día. Y nada peor que enfermarme para recordar que no tengo a nadie que me cuide, al menos no sin que yo se lo pida. 

Cómo me cuesta pedir. 

Cómo me cuesta aceptar cuando, aunque no pida, me dan.

Las dos vacías: mi nevera y mi barriga. Llamo a un taxi para ir al supermercado porque mi carro está en el taller. El chofer me pregunta que si estoy bien, le contesto que estoy fatal, me responde que se me nota. ¿Pues para qué pregunta? Le cuento entonces que no sé qué tengo, pero que no se lo deseo a nadie. Él me dice que anda un virus muy malo de esos. Siempre anda un virus muy malo de esos.

El supermercado está lleno de gente. Tantos cuerpos en el mundo y tiene que dolerme tanto el mío. Voy arrastrando los pies por los pasillos buscando comida que mi estómago tolere y líquidos para evitar deshidratarme. Saludo de lejitos a unos conocidos que me encuentro hasta que por fin me escabullo hasta la caja. Debo verme como una mierda, porque el señor que está detrás de mí en la fila para pagar me mira con cierta ternura y me ayuda a desmontar la compra del carrito. Me dejo ayudar. No me queda otra que dejarme ayudar.

Pago. 

Pido otro taxi. Esto sí sé pedir. 

Me duelen todas las articulaciones, me arde detrás de los ojos. Este otro chofer también se da cuenta de que me siento mal. Es tan amable que carga mi compra y la deja en la mismísima puerta de mi apartamento. «Que se mejore», me dice, y le doy las gracias.

Parece que sí tengo quien vele por mí después de todo, aunque haya tenido que dejarle propina. Solo que tengo ganas de que me atienda alguien que me llame por mi nombre. No, lo que quiero es alguien que me cuide y que me quiera desde siempre.

Reviso mi celular. Repaso todos mis contactos pero no llamo a nadie. No me gusta joder y aún no aprendo a pedir ayuda sin sentir que estoy jodiendo. Me tomo la temperatura: 38,5. Me preparo una sopa con todos los dedos entumecidos. Pienso que más me vale no volver a vomitar después de pasar tanto maldito trabajo cocinando. No vomito.

Regreso a la cama, vuelvo a transformarme en un epicentro que hace vibrar a mis tres sábanas. Me siento sola. Me hace sentir peor el hecho de que me siento sola por decisión propia. Porque, todavía a mi edad, no sé pedir. Porque incluso si alguien me escribe o me llama y me pregunta cómo estoy le diría que estoy muy bien, en lugar de admitir que estoy fatal. «Fatal», como le dije al chofer que no me quiere. Como le repetí al taxista a quien no le importa.

Así es que me prometo «mañana voy al médico» y no voy. Amanezco sana al otro día. Retomo la rutina y cuando me preguntan qué tal el finde, respondo con la verdad: «Me la pasé enferma». 

Reacción típica. Me cuestionan: «¿Por qué no me llamaste?»

«Ah, no sé», y aquí sí que miento. Digo: «No se me ocurrió».

Otra cosa se me ocurre justo ahí. Calculo todo el cariño que hay al otro lado de mis miedos. Me sobreviene la idea de que quizás la fiebre dejó a mi orgullo derretido en el colchón y me apetece descubrir otras maneras de ser fuerte. Una forma más suave e inmensa, donde también me sienta cómoda en la posición del que recibe y no solo del que entrega.

Entonces complemento mi respuesta: «No se me ocurrió, pero la próxima vez me dejaré querer».

Y lo digo muy en serio, como si solo decirlo pudiera transformarlo todo. Como quien pide un deseo y, en un acto desesperado, se gasta su última moneda arrojándola a una fuente.

Blog

Para que pueda sanar la herida

Recuerdo las negras mañanas de sol
cuando era niña
es decir ayer
es decir hace siglos

—Alejandra Pizarnik

 

Había un huracán rozando de cerquita la isla. Lo que nunca te cuentan los touroperadores sobre los paraísos tropicales es que en cualquier momento se te avienta encima un ciclón.

Tenía la edad en que la inocencia hace que hasta los desastres naturales te provoquen más intriga que miedo. Mientras Santo Domingo comenzaba a despeinarse bajo vientos que llegaron a alcanzar hasta 120 millas por hora, yo perseguía a mi papá por toda la casa porque estaba asustada, pero también curiosa.

Él reforzaba las ventanas haciendo asteriscos de cinta adhesiva sobre el cristal. Se ayudaba con unas tijeras de metal filosísimas, muy distintas a las de puntas redondeadas que usábamos los niños en el cole. En el radio se escuchaba la voz de un locutor muy serio, anunciando que en pocas horas el ciclón estaría tocando nuestras tierras. Me imaginaba al huracán George como un chamaquito malcriado, haciendo rabietas en medio del Atlántico. Llorando, resoplando, inconsolable.

No me preguntes cómo, pero de repente la tijera pasó de estar en la mano de mi papá a estar clavada en su pie.  Recuerdo que estuvimos unos segundos en silencio. Mis pupilas analizando rápidamente la situación: el pie, la tijera, la cara de papi, mis manos. Algunas veces hasta nuestros héroes necesitan que los salven.

Bien pudo haber dicho ¡cuidado! Pero en lugar de detenerme, confió. Con un movimiento delicado y firme la desenterré de su carne.

Para el momento en que un adulto quiso encargarse de la situación, ya sostenía en mis manos la tijera ensangrentada.

 

***

 

Creo que era más valiente entonces, cuando la adultez me parecía ese momento místico de la vida en que eres capaz de solucionar todo y no este momento arduo de la vida en que tienes que resolverlo todo aunque todavía no sepas cómo.

Quizás en el fondo seguimos siendo niños aterrados, lidiando con asuntos superiores a nosotros, secretamente soñando que alguien “más grande” se haga cargo, que nos abracen como cuando éramos chiquitos y nos digan que todo saldrá bien.

Hace unos días, mientras sopesaba una de esas situaciones en que lo correcto y lo más difícil coinciden en una misma respuesta, se me ocurrió llamar a mi papá. No para que me dijera qué hacer ni para desahogarme, sino para que me contara la historia de cuando un ciclón estaba batiendo los árboles, agitando el mar, desordenando las calles. De cuando el miedo a herir o a ser herida no pudo impedir que hiciera lo que tenía que hacer justo cuando tenía que hacerlo. El día en que yo estaba asustada, pero también curiosa, y una tijera se le clavó en el pie.

“¿Te acuerdas?”, le pregunté. Y me narró el suceso tal como yo lo recordaba.

“¡Qué valiente de mi parte!”, le dije.

“Muy valiente”, me contestó.

El miedo es eso, un objeto punzante que debes desenterrar de tu propia carne para que pueda sanar la herida. Y crecer es aceptar que el huracán como sea llegará a desbaratar lo que tenga que desbaratar.

Blog

Caribeña

Se ao te conhecer, dei pra sonhar, fiz tantos desvarios
Rompi com o mundo, queimei meus navios
Me diz pra onde é que inda posso ir?

(Eu te amo — Chico Buarque)

 

Mejor ni te atrevas. Puedes jurar que es incapaz de alcanzarte, que has escapado de ese sol ardiente lacerándote la cara. También puedes, si te lo propones, secarte el sudor pegajoso de la frente. Puedes llegar allá donde el mismísimo diablo botó la chancleta, huir tan lejos como te lo permitan tus fuerzas y seguir corriendo aún más todavía.

Inténtalo si quieres, pero quedas advertido: El Caribe no te deja nunca. No le queda otro remedio, no puede. Está tan atado a tus pies como tu sombra.

Así es que no es casual que mi piel tenga sabor a mar, ni que mi pelo se quede enredado como olas en tu barba. Si mi tacto te quema como el sol del trópico, mis besos son dulces como fruta madura, mis caricias se derraman como lluvia de huracán sobre tu espalda y te miro con las pupilas llenas de atardeceres… no es culpa mía. Vengo de una isla llena de supersticiones, de historias mágicas y brujería que me persiguen adonde vaya.

El Caribe no te deja nunca.

Yo no pienso dejarte tampoco.

Blog

La cura para todo mal que no merezcas

Esa madera necesita un corazón que la humedezca 
Llena de polvo aguardaba en un rincón mi canción seca 
Será la cura para todo, la cura para todo mal que no merezcas. 
(Sulky – Gustavo Cerati)

 

Si te tiras de espaldas contra el mar con una cola de bacalao en cada mano y sales sin mirar atrás, te curas de la mala suerte. Al menos eso cuenta la sabiduría popular en esta isla caribeña. Si decides ir a preguntar por aquellos rincones donde la gente tiene el sol del trópico tatuado en la piel, comprobarás que es una verdad universalmente aceptada.

Siempre creí que no existía tal cosa como la casualidad, que hay un enredo de razones detrás del mínimo acontecimiento en la Tierra. La suerte me da maní. Todos los pesados libros de historia que ahora sirven de hogar para los ácaros corroboran que los grandes hitos de la humanidad no han sucedido por pura chepa. O ve y dile a Juan Pablo Duarte que él es un cheposo. Ve, y después me cuentas.

Sin embargo, tras ciertos eventos en mi vida que me han tenido al borde de agarrar la cola de bacalao más cercana, estoy empezando a entender que hay cosas que simplemente pasan. Que uno no quiere que pasen, pero pasan como quiera. Sin ningún motivo superior detrás ni nada que se le parezca. Si está pa’ ti, aunque te quites; si no está pa’ ti, aunque te pongas. Esto último también lo cuenta la sabiduría popular, no yo.

Existe otro famoso remedio para la mala fortuna, pero este sí funciona. Lo he probado con éxito el 100% de las veces:

Ajo y agua.

A joderse y aguantarse.

Aunque quizás el mejor amuleto sea la actitud. Recordar que todo pasa, conservar una mentalidad más o menos positiva y reírse de uno mismo. Estas son historias que contar. Estas son las cosas que te convierten en el alma de la fiesta, que hacen estallar carcajadas entre tus amigos, que los ayuda a reconocer que no la tienen tan mal después de todo. Y tú no la tienes tan mal tampoco.

Hay un refrán que dice que al que madruga, Dios lo ayuda. Pero nadie sabe decir a qué coño es que Dios te va a ayudar. De todas formas, estoy madrugando.

No me vendría nada mal que me tendieran una mano divina aquí.

Blog

Momentos en que todo fluye

Instructions for living a life:
Pay attention.
Be astonished.
Tell about it.

–Mary Oliver

Cuando salgo de casa (siempre tarde, siempre con mi impuntualidad entorpeciéndome los pasos) y enciendo mi carrito rojo para ir al trabajo, me cercioro de que buena música me acompañe en el trayecto. Y voy muy seria, a veces. Y otras veces ando cantando, aplaudiendo, bailando y montando todo un espectáculo en los semáforos.

También hay mañanas en las que se hace el silencio, en que permito que sean las voces de mi cabeza quienes me vayan narrando historias durante el camino. Entonces me estremece el mundo y lo dejo asentarse aquí en mi alma: le hago morisquetas a los niños por la ventanilla, saludo al señor que siempre está pidiendo limosna en la 27, le sonrío al guardia que casi a diario me dice que voy siempre tan linda y elegante, flaca; noto que el tiempo corre a la velocidad justa y los flamboyanes de Gazcue se encienden en amapolas.

Llegan días en que el corazón descansa, en que alguien me habla desde tempranito y se la pasa sacándome sonrisas hasta que se acuesta el sol, en que la ciudad de Santo Domingo me trata con tal clemencia que hasta los limpia vidrios entienden mi negativa y se abstienen de salpicarme el vidrio del carro con sus esponjas enchumbadas de agua sucia.

Hay momentos en que todo fluye, no jodas. En que confiar me sale tan barato, tan dulce…

Tan fácil.