I
Punto ciego
Una vez se me ocurrió que los seres humanos éramos como las cebollas. Que podías pelar capa tras capa, hasta llegar a su corazón, y al desprender la última corteza encontrarías un vacío. Pensé que quizás ese vacío era justo lo que sostenía todo alrededor y decidí que esa nada era la esencia: mi centro de gravedad.
Construí toda mi existencia en torno a ese agujero, pero ya era hora de poner en tela de duda ciertas verdades. ¿Qué tal si no se trataba de una herida abierta ni de una grieta insondable? ¿Y si tanto cansancio emocional era el resultado de intentar completar ese hueco con cosas, lugares, amores que nunca encajarían? ¿De qué podía escribir si no escribía de la ausencia?
Miré hacia dentro hasta vencer el vértigo. Me di cuenta de que aquello no se trataba de un abismo, sino de un terreno baldío. Era un infinito donde construir mi hogar, un universo. La esencia nunca fue el vacío, sino lo que crecía silvestre dentro de él. Mi centro de gravedad es todo lo que he hecho para reponerme cada vez que he perdido el equilibrio.
II
Punto de equilibrio
Entonces el dolor salió de mí, como agua oxidada por una cañería vieja, hasta que dio paso al amor más transparente. El amor es mi naturaleza, no importa el daño.
En lugar de endurecerme, esto es lo que prefiero hacer: sentarme a escarbar palabras hasta encontrar belleza donde más me duele. Llorar y bailar y crear. Porque si como quiera la vida va a doler, al menos que sea hermosa la cicatriz.
III
Punto de unión
Un año bisagra, un año puente. Una pausa antes de afirmar que este es el camino, aunque me dé miedo perderme. El 2018 se sintió como llegar a casa luego de un largo día de trabajo, fue salir a la superficie cuando ya no me quedaba aire. Mierda, coño, por fin. Este año fue una bocanada, fue volver a respirar.
Quedan vestigios. Todavía hay palabras que generan en mí cierto malestar, como el verbo deber (conjugado en tiempo pretérito o condicional), víctima, trauma, imposible, sacrificio. Determinadas circunstancias desatan en mi pecho un pavor inexplicable. Sigo con ganas de salir huyendo de lo bueno a la familiaridad del caos, pero me quedo.
IV
Puntos suspensivos
Esta es la parte en la que estoy supuesta a escribir de ti. Pero los deseos, si los cuentas, no se cumplen.
V
Punto muerto
Volvimos a vernos. Hablamos de nuestro amor y otras cosas que ya no existen, como las pocas libras que perdí y solo pudiera notar una báscula o alguien que me haya abrazado desnuda.
Rebusqué en todo mi cuerpo y noté que él ya no me dolía en ningún lado. El cariño estaba ahí y nosotros también, pero había otra ausencia. La idea de nosotros se había desmoronado. Recordé La Insoportable Levedad del Ser y eso de que los amores son como los imperios: cuando desaparece la idea sobre la cual han sido construidos, perecen ellos también. Milan Kundera sabía de lo que hablaba.
Días después de haberlo visto, me senté a escribir. Estuve buscando entre los papeles sueltos en los que voy anotando ideas unos apuntes que había hecho sobre él. No los conseguí, pero encontré un billete viejo de la lotería que había jugado con mucha ilusión, aunque al final no resultó ganador.
VI
Punto de inflexión
Hasta que cumplí los 9 años, para regresar a casa después de ir al cole, recorríamos la avenida Cayetano Germosén. En uno de los carriles sucede algo curioso, y es que llegado cierto punto hay una bifurcación donde debes elegir entre avanzar por un lado que se empina en una especie de loma, o continuar por debajo en una vía más plana. Nunca entendí bien por qué está asfaltada de esa manera, pero cada vez que llegábamos a ese cruce, mi hermano y yo suplicábamos a quien sea que estuviese manejando: ¡Por arriba! ¡Por arriba! ¡Por arriba!
Si el conductor decidía tomar el carril más elevado, celebrábamos emocionados. En cambio, si seguía por el lado más llano, nos decepcionábamos y lamentábamos al unísono: ¡Por abajo!
Anoche visité a una amiga que vive a una calle de la casa de mi infancia y tuve que trasladarme por la misma ruta que atravesábamos de lunes a viernes hace dos décadas. Al llegar a la bifurcación, casi pude volver a escucharnos suplicar, expectantes de la resolución del conductor.
¡Por arriba!
¡Por arriba!
¡Por arriba!
No pude evitar sonreír. Esta vez, quien iba manejando era yo.