Ni siquiera estoy segura de que esto haya sucedido en verdad, pero en mi primer recuerdo estoy vestida de payaso. Tengo la nariz pintada con pintalabios rojo y ese olor me molesta. La ropa es suave, el pantalón azul marino con lunares blancos me aprieta en los tobillos.
Es el día de carnaval, y yo quiero que me disfracen como a mi hermano. Pero nadie entendió que el punto de que me disfrazaran era que yo también quería ir, maldita sea. Él es mi hermano: duermo con él, juego con él, ¿por qué no me irían a llevar al carnaval del colegio con él? Porque él sí está lo suficientemente grande para ir al colegio, y yo no. Por eso, tonta pequeñita mí misma, por eso.
Entonces, naturalmente, me dejan; y yo los veo alejarse en el carro desde la marquesina mientras mi frustración aumenta. Mi hermano me mira por la ventanilla con sus ojos inmensos que fueron menguando a la distancia, en tanto yo lloraba, inconsolable, como el peor de los payasos.
Una vez le conté esta historia a mi mamá, pero ella me dijo que no lo recordaba y que ella no es tan cruel para desilusionarme así. Sin embargo, yo creo que sí pasó, lo recuerdo con demasiada nitidez como para que ahora venga a ser un invento mío.
El pedacito que no entiendo es por qué un berrinche insignificante se fue a quedar tan grabado en mi memoria…
A lo mejor porque me forzó a entender que a veces tengo que hacer mi propio carnaval, que la vida no siempre me va a llevar adonde quiero, que está bien negarme a reír cuando no entendí el chiste, que puedo rehusarme a hacer el payaso aunque el mundo insista en ponerme el disfraz.