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Para que pueda sanar la herida

Recuerdo las negras mañanas de sol
cuando era niña
es decir ayer
es decir hace siglos

—Alejandra Pizarnik

 

Había un huracán rozando de cerquita la isla. Lo que nunca te cuentan los touroperadores sobre los paraísos tropicales es que en cualquier momento se te avienta encima un ciclón.

Tenía la edad en que la inocencia hace que hasta los desastres naturales te provoquen más intriga que miedo. Mientras Santo Domingo comenzaba a despeinarse bajo vientos que llegaron a alcanzar hasta 120 millas por hora, yo perseguía a mi papá por toda la casa porque estaba asustada, pero también curiosa.

Él reforzaba las ventanas haciendo asteriscos de cinta adhesiva sobre el cristal. Se ayudaba con unas tijeras de metal filosísimas, muy distintas a las de puntas redondeadas que usábamos los niños en el cole. En el radio se escuchaba la voz de un locutor muy serio, anunciando que en pocas horas el ciclón estaría tocando nuestras tierras. Me imaginaba al huracán George como un chamaquito malcriado, haciendo rabietas en medio del Atlántico. Llorando, resoplando, inconsolable.

No me preguntes cómo, pero de repente la tijera pasó de estar en la mano de mi papá a estar clavada en su pie.  Recuerdo que estuvimos unos segundos en silencio. Mis pupilas analizando rápidamente la situación: el pie, la tijera, la cara de papi, mis manos. Algunas veces hasta nuestros héroes necesitan que los salven.

Bien pudo haber dicho ¡cuidado! Pero en lugar de detenerme, confió. Con un movimiento delicado y firme la desenterré de su carne.

Para el momento en que un adulto quiso encargarse de la situación, ya sostenía en mis manos la tijera ensangrentada.

 

***

 

Creo que era más valiente entonces, cuando la adultez me parecía ese momento místico de la vida en que eres capaz de solucionar todo y no este momento arduo de la vida en que tienes que resolverlo todo aunque todavía no sepas cómo.

Quizás en el fondo seguimos siendo niños aterrados, lidiando con asuntos superiores a nosotros, secretamente soñando que alguien “más grande” se haga cargo, que nos abracen como cuando éramos chiquitos y nos digan que todo saldrá bien.

Hace unos días, mientras sopesaba una de esas situaciones en que lo correcto y lo más difícil coinciden en una misma respuesta, se me ocurrió llamar a mi papá. No para que me dijera qué hacer ni para desahogarme, sino para que me contara la historia de cuando un ciclón estaba batiendo los árboles, agitando el mar, desordenando las calles. De cuando el miedo a herir o a ser herida no pudo impedir que hiciera lo que tenía que hacer justo cuando tenía que hacerlo. El día en que yo estaba asustada, pero también curiosa, y una tijera se le clavó en el pie.

“¿Te acuerdas?”, le pregunté. Y me narró el suceso tal como yo lo recordaba.

“¡Qué valiente de mi parte!”, le dije.

“Muy valiente”, me contestó.

El miedo es eso, un objeto punzante que debes desenterrar de tu propia carne para que pueda sanar la herida. Y crecer es aceptar que el huracán como sea llegará a desbaratar lo que tenga que desbaratar.

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Estoy en el mundo de las estrellas fugaces

«¿Qué hay en una estrella? Nosotros mismos.
Todos los elementos de nuestro cuerpo y del planeta
estuvieron en las entrañas de una estrella.
Somos polvo de estrellas.»

 

Creo que me han apasionado las estrellas desde el instante mismo en que descubrí que existían y que pendían del firmamento todas las noches. No olvido la primera vez que vi una estrella fugaz. Era diciembre, hacía frío y yo aprovechaba que me hallaba fuera de la ciudad para escudriñar el cielo nocturno. Me encontraba perdida en el tintinear de esas lucecitas, cuando vi a una de ellas moverse. Recuerdo haber corrido alarmada adonde mi papá para decirle que vi una estrella cayéndose y que él, lleno de calma, me explicó todo el asunto de las estrellas fugaces. También me dijo que pidiera un deseo.
Desde aquella época me detengo a pensar cada cierto tiempo en la inmensidad del universo. En que nadie sabe dónde empieza ni dónde acaba; y que, según la teoría del Big Bang, todo esto sigue expandiéndose constantemente como las llamaradas de una explosión.

in
fi
ni
to

¿De verdad en cuatro sílabas cabe un significado tan grande?

No puedo ahuyentar la idea de que si el universo es infinito, entonces alberga infinitas posibilidades. Y se me hace imposible cerrarme a lo inexplicable, a lo improbable, a lo mágico. Es decir, en el infinito hay espacio para todo. Entonces rompo a caminar con el corazón abierto para poder recibir todo lo hermoso, aunque sé que corro el riesgo de que se cuele una que otra cosa horrible también. Cerrarse al horror es cerrarse a la belleza, y ese es el precio a pagar para saborear la magia de esta vida.

Sin embargo, empiezo a entender que estar aquí se trata de aferrarme a lo bueno, de no doblegarme, de jamás atreverme a abandonar la dulzura ni dejar de ver la bondad con estos ojos tan grandes. Es tejer un alma compasiva con hilos de lágrimas, conseguir pelear con los monstruos sin convertirme en uno, lograr caminar entre la mierda sin embarrarme, y continuar amando a este mundo y las personas incluso (especialmente) las partes difíciles de amar.

Continuar amando porque sí, como el más exquisito de los placeres.

Porque estoy en el mundo de las estrellas fugaces, y si el universo es infinito,

mi corazón también lo es.

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«Podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía.»

La poesía es lo más hermoso que jamás me ha pasado en la vida. Me gusta haber crecido alimentándome de metáforas, me enorgullece decir que devoraba los poemas de Nicolás Guillén, Becquer, Borges y Neruda mucho antes de poder entender lo que querían decir sus palabras.

Mis padres la cagaron de mil formas, pero si algo hicieron bien fue llenar mi mundo de palabras, regalarme libros, leerme poemas, y poemas, y poemas. Ya perdí la cuenta de las veces en que unos cuantos versos me han salvado de mí misma. Incluso hubo un tiempo en el cual me sentía más identificada con la palabra poeta que con mi propio nombre.

Creo firmemente en eso de que de poeta y loco, todos tenemos un poco, así es que ¡feliz día internacional de la poesía a todos!

Y para celebrar, comparto el que fue mi primer poema favorito:

Un poema de amor

No sé. Lo ignoro.
Desconozco todo el tiempo que anduve
sin encontrarla nuevamente.
¿Tal vez un siglo? Acaso.
Acaso un poco menos: noventa y nueve años.
¿O un mes? Pudiera ser. En cualquier forma,
un tiempo enorme, enorme, enorme.

Al fin, como una rosa súbita,
repentina campánula temblando,
la noticia.
Saber de pronto
que iba a verla otra vez, que la tendría
cerca, tangible, real, como en los sueños.
¡Qué explosión contenida!
¡Qué trueno sordo
rodándome en las venas,
estallando allá arriba
bajo mi sangre, en una
nocturna tempestad!
¿Y el hallazgo, en seguida? ¿Y la manera
de saludarnos, de manera
que nadie comprendiera
que ésa es nuestra propia manera?
Un roce apenas, un contacto eléctrico,
un apretón conspirativo, una mirada,
un palpitar del corazón
gritando, aullando con silenciosa voz.

Después
(ya lo sabéis desde los quince años)
ese aletear de las palabras presas,
palabras de ojos bajos,
penitenciales,
entre testigos enemigos.
Todavía
un amor de «lo amo»,
de «usted», de «bien quisiera,
pero es imposible»… De «no podemos,
no, piénselo usted mejor»…
Es un amor así,
es un amor de abismo en primavera,
cortés, cordial, feliz, fatal.
La despedida, luego,
genérica,
en el turbión de los amigos.
Verla partir y amarla como nunca;
seguirla con los ojos,
y ya sin ojos seguir viéndola lejos,
allá lejos, y aun seguirla
más lejos todavía,
hecha de noche,
de mordedura, beso, insomnio,
veneno, éxtasis, convulsión,
suspiro, sangre, muerte…
Hecha
de esa sustancia conocida
con que amasamos una estrella.

(Nicolás Guillén)

Recuerdo que una noche mi papá me preguntó si sabía cuál era esa sustancia con que amasamos las estrellas… «las lágrimas», me dijo, «cuando uno llora, las luces se ven como si las estuviésemos deformando».

Las lágrimas son esa sustancia conocida con que amasamos una estrella. Después de entender esto nunca más se llora igual.