Si no nos entendemos, inventemos un idioma. Adentrémonos a un terreno común en el que podamos comprendernos. Construyamos un barco de palabras no dichas y naveguemos despacio en el misterio. Declarémosle la guerra al sentido sustituyendo el amor por un caleidoscopio, las espinas por nubes y el olor por nostalgia. Robémosle la h al abecedario y usémosla como silla para el comedor.
Mandemosalcarajoelpuntolacomaylosespacios. Creemos un diccionario ilustrado de susurros y gemidos. Comuniquémonos mediante señas, como si se tratase de un juego. Hagamos un voto de silencio sabiendo que no todas las dudas se traducen en preguntas, ni un mar de respuestas sirve para calmar la sed. Tejamos una maraña de códigos absurdos, mejor callémonos la boca y descifremos nuestros gestos porque mientras mantenga mis manos donde puedas verlas, sabrás que no terminaré lastimándote.
Renunciemos a las limitaciones que impone el lenguaje, cuéntame de aquel sueño amarillo que te supo a melodía o de las ideas puntiagudas que orbitan la corteza de tu ser. Padezcamos de un profundo mutismo donde a las palabras de condolencia las aplasten los abrazos y no emitamos ni un vocablo cuando baste una mirada. Despojémonos de las mentiras y las largas retahílas, descartemos las promesas, prescindamos de expresiones como “déjame que te explique, lo que quise decirte fue…”. Huyamos de la fragilidad de las palabras hasta llegar a la tierra firme de los hechos, donde un sollozo es un sollozo, una sonrisa una sonrisa y nuestras bocas sirven para amarnos en vez de para hablar de amor.