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Un lugar tan silencioso que hace que te zumben los oídos

Creo que pocas personas de mi edad tienen la suerte (o la desgracia, según sea el caso) de saber lo que estaban pensando el 6 de junio de 1999. Yo sí.

Encima de mi armario conservo varios cuadernos de cuando era pequeña. Están llenos de poemas. Escritos con letras torcidas, con tinta naranja y con mucha, mucha rabia. Leer alguno de ellos es acariciar la colección de cicatrices que llevo en las rodillas.

Hace unos días Ana me preguntó sobre el proceso que tuve que atravesar en la vida antes de decidir que quería dedicarme a escribir. Pero la cuestión es que yo nunca lo elegí.

Escribo porque no tengo otra opción. Nunca me la dieron y, honestamente, jamás la quise.

Para mí este siempre ha sido el camino fácil.

Y sin embargo, escribir ha sido el camino más difícil.

Si seis años atrás alguien me hubiera dicho que me iba a mudar al otro lado del mundo con la intención de convertirme en guionista, no le hubiese creído; pero al mismo tiempo hubiese estado convencida de que me decía la verdad. Porque no importa dónde pise, este camino siempre encuentra la manera de llegar hasta mis pies.

La aceptación es un lugar tan silencioso que hace que te zumben los oídos. El año pasado acepté que no tenía que elegir entre la publicidad y la literatura, que una cosa no excluía a la otra. Reconocí que quería dedicarme a escribir historias aunque nunca llegue a vivir de ellas, y como si el universo estuviera de fiesta, empezaron a abrirse ante mí todas las puertas: el máster en guión y narrativa, el curso de creación literaria, la escritura creativa.

A mí también me inunda la incertidumbre, pero escribir es precisamente esto de sentarme a contar lo que es el mundo, aunque todavía no lo sepa.

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Bongó

Cuando eso tú y yo ni nos imaginábamos que existíamos. Y tú no soñabas con un bongó, soñabas otras cosas. Eran otros tiempos, la magia estaba condensada en el núcleo de la Tierra y no podías respirarla en cada bocanada como ahora, no se te había quedado adherida a la tráquea y los pulmones para acceder a ella dentro tuyo siempre que la necesites.

El latido de tu corazón sonaba fuerte, pero tus oídos aún no habían adquirido la agudeza para escuchar su música. La luna menguante parecía reírse de un chiste que nadie más podía entender y el mar se te enredaba entre los dedos de los pies sin conseguir hacerte cosquillas siquiera.

Aquello no era vida, era algo distinto. Una forma de estar, sin ser. Un modo de ocupar el espacio al borde del tiempo, la torpeza de plantar un pie delante del otro como quien cree que una veleta gobierna la dirección del viento. Era subsistir, no más.

Andábamos sin percatarnos de que éramos ciegos hasta el momento en que nos sostuvimos la mirada, hasta que entre tus ojos y los míos se elevó este puente. Entonces fue fácil comprender que nuestros caminos estaban entrelazados desde antes, mucho antes. Esta historia viene trenzándose desde otras vidas, desde la vez que éramos un par de abejas decantando miel sobre las lenguas o desde cuando éramos juglares tañendo la cítara y el laúd.

Pero nos miramos, y a partir de ese instante no pudimos dejar de escuchar la melodía. Dentro de nuestro pecho palpitaba un tambor. Danzábamos como poseídos por el ritmo de esos latidos y de pronto se nos hizo evidente que cuando la luna nos miraba, se reía de nosotros.