Encima de mi armario conservo varios cuadernos de cuando era pequeña. Están llenos de poemas. Escritos con letras torcidas, con tinta naranja y con mucha, mucha rabia. Leer alguno de ellos es acariciar la colección de cicatrices que llevo en las rodillas.
Hace unos días Ana me preguntó sobre el proceso que tuve que atravesar en la vida antes de decidir que quería dedicarme a escribir. Pero la cuestión es que yo nunca lo elegí.
Escribo porque no tengo otra opción. Nunca me la dieron y, honestamente, jamás la quise.
Para mí este siempre ha sido el camino fácil.
Y sin embargo, escribir ha sido el camino más difícil.
Si seis años atrás alguien me hubiera dicho que me iba a mudar al otro lado del mundo con la intención de convertirme en guionista, no le hubiese creído; pero al mismo tiempo hubiese estado convencida de que me decía la verdad. Porque no importa dónde pise, este camino siempre encuentra la manera de llegar hasta mis pies.
La aceptación es un lugar tan silencioso que hace que te zumben los oídos. El año pasado acepté que no tenía que elegir entre la publicidad y la literatura, que una cosa no excluía a la otra. Reconocí que quería dedicarme a escribir historias aunque nunca llegue a vivir de ellas, y como si el universo estuviera de fiesta, empezaron a abrirse ante mí todas las puertas: el máster en guión y narrativa, el curso de creación literaria, la escritura creativa.
A mí también me inunda la incertidumbre, pero escribir es precisamente esto de sentarme a contar lo que es el mundo, aunque todavía no lo sepa.