casa

Blog

El año de crear orden en medio del caos

I took a deep breath and listened
to the old brag of my heart.
I am, I am, I am.


—Sylvia Plath

I
Apuesta

Mi casa está vacía, deshabitada de mis cosas. Nada de lo que queda en este lugar me pertenece. Poco a poco me voy acostumbrando a la idea de que este ya no es mi sitio. No están mis libros, ni mis cuadernos, ni mi máquina de escribir. Me llevé las tazas en las que tomaba café cada mañana, las cucharitas doradas, el cojín que compré en La Habana, mi champú, mis botellas de perfume. Tras más de dos años, esta es la despedida. Dentro de poco devolveré las llaves que abren cada una de estas puertas y me quedaré fuera: todo este concreto se sublimará en recuerdos. Entrego este lugar pero me quedo con lo que viví, me quedo con lo que más vale. 

He sido tan feliz aquí, dentro de esta existencia fabricada a mi gusto. A pesar de vivir en soledad, pocas veces me sentí sola. Es muy difícil llegar a sentirse solo cuando se tienen autores, amigos y ganas de estar con uno mismo. Insisto en que he sido muy feliz aquí. Pero para abrir otra vida es necesario cerrar la anterior, dejar lo que ya no sirve, que suele ser casi todo. Lo esencial es tan pequeño que nos cabe en el bolsillo. He llegado a entender que mi hogar es tan mío que hasta cuando estoy desnuda lo llevo puesto. Mi casa está hecha de huesos y piel.

Este es el final. Es decir, este es un nuevo comienzo y tengo el presentimiento de que si no me arriesgo ahora, terminaré perdiendo. Echada está mi suerte: lo he apostado todo, hasta lo que todavía no tengo. 

II
El ojo de la tormenta

Estaba en el estudio donde tomo clases de arte y ese día explorábamos cómo dibujar el cuerpo humano haciendo autorretratos delante de un espejo. Ahí estaba yo: frente a mí misma cuando miraba mi reflejo, frente a mí misma cuando miraba al papel. De repente volví a ser consciente de que es imposible escapar de mí, siempre estaré dentro de esta mente y este cuerpo. Vaya adonde vaya, este es el lugar donde estoy parada, donde permanezco.

Ante tanta incertidumbre, me queda la certeza de saber quién soy y la sostengo fuerte entre mis manos. Quiero construir un hogar dentro de mí, arraigando mi identidad y valor no en lo que hago o dónde vivo o de quiénes me rodeo, sino en esta mujer que soy, en aquello que prevalece a pesar de las circunstancias.

Entonces todo en mi vida puede desordenarse y girar como un huracán, pero yo soy el ojo de la tormenta. Avanzo a través del desastre sin dejar que se destruya mi esencia. Quiero conservarme buena incluso cuando el mundo parezca hostil. Me gusta creer que hay belleza en mi historia, aun en las partes más tristes. Quiero saberme a salvo aquí, en medio del vendaval.

III
Vivir en la verdad

Estoy enseñando a mi cerebro a esperar milagros en lugar de tragedias. Juego a contrarrestar el peor escenario inventando otro  mejor: mi cuerpo está combatiendo infecciones sin darme cuenta, el cosmos está alineándose para mí en silencio, hay gente recordándome con cariño sin que me entere. Puede que la desdicha esté siempre al acecho, pero la felicidad también. Si nada está bajo control, ¿de qué sirven mis miedos?

Este fue el año de los saltos de fe, de ver el piso desaparecer bajo mis pies y aprender a volar. El año de correr hacia los brazos de gente que amo en diferentes aeropuertos. Este año ha sido eso: un aeropuerto. Un año crisálida, de transición, de crear cierto orden a partir del caos.

Este fue el año de volver a meditar, de redescubrir la oración. No con la certeza de que hay un Dios que escucha, sino con la convicción de que hay algo poderoso y divino en mi monólogo interior. Este fue el año de hablarme con ternura, de entender mi sensibilidad como una fortaleza. Ha sido el año de llorar en el suelo, de decir “no entiendo nada, universo, pero te doy las gracias”. También fue el año de reír mirando al cielo y repetir “no entiendo nada, universo, pero te doy las gracias”. 365 días maravillándome ante lo inexplicable. Otro año en el que tuve que confiar, en el que algunas cosas salieron terriblemente mal y otras salieron estupendamente bien, pero lo viví todo y fui valiente. 

Hay tanto que todavía no entiendo, pero sigo dando las gracias. A lo mejor no existe encanto más puro que el de aceptar las cosas —y las personas— por lo que son. Nada más hermoso que vivir en la verdad.

IV
El corazón abierto como una herida

¿Cómo sabes que la oscuridad ha llegado a su matiz más intenso? No hay penumbra tan densa a la que no hayan podido acostumbrarse mis ojos. No hay ruido tan ensordecedor que me impida oír a mi corazón temblar como un animalito asustado. Dejo que tiemble, escucho sus miedos. Soy la persona mejor capacitada para cuidarlo. 

Proteger mi corazón no significa cerrarlo. 

V
Yemanyá

Para quien, como yo, no sigue ninguna religión, cualquier lugar es un templo. El océano, por ejemplo. Donde acudo cuando todo lo demás falla para invocar fuerzas. Dejar mi cuerpo flotar sobre el agua es una de las pocas situaciones en las que me permito perder el control. Me dejo acunar por la marea, mis ojos se pierden en la inmensidad y pienso en que esta es la manera exacta en que el universo me sostiene, dentro o fuera de este mar. Entonces puedo relajarme, parar de cubrir mis espaldas, dejarme llevar. El mundo entero es mi refugio. 

El vaivén de las olas me recuerda lo pasajero que es todo, por eso hay que llorar las lágrimas y reír las risas cuando vengan. El horizonte existe porque hay mar y hay cielo, y aunque nuestra mirada traza una línea que parece apartarlos, esa misma línea los funde en un hilo inseparable. Lo que quiero decir es que la plenitud es una especie de horizonte. Donde dije mar y dije cielo, quise decir dolor y dicha. 

Puesto de otra forma, hace poco estaba hablando con Nela sobre el futuro y me dijo: “Sé que va a estar salpicado de mierda y de escarcha en partes iguales”. Esta es mi única vida y no quiero perderme de nada, ni de la mierda ni de la escarcha.

Blog

Aún no aprendo a pedir ayuda sin sentir que estoy j*diendo

Espero a que mi cuerpo se encargue de ello, sea lo que sea. Dos días temblando debajo de tres sábanas, vomitando y con la fiebre cayéndome a palos. Pero sé que no hay nada mejor que decir «mañana voy al médico» para amanecer sana al otro día. Y nada peor que enfermarme para recordar que no tengo a nadie que me cuide, al menos no sin que yo se lo pida. 

Cómo me cuesta pedir. 

Cómo me cuesta aceptar cuando, aunque no pida, me dan.

Las dos vacías: mi nevera y mi barriga. Llamo a un taxi para ir al supermercado porque mi carro está en el taller. El chofer me pregunta que si estoy bien, le contesto que estoy fatal, me responde que se me nota. ¿Pues para qué pregunta? Le cuento entonces que no sé qué tengo, pero que no se lo deseo a nadie. Él me dice que anda un virus muy malo de esos. Siempre anda un virus muy malo de esos.

El supermercado está lleno de gente. Tantos cuerpos en el mundo y tiene que dolerme tanto el mío. Voy arrastrando los pies por los pasillos buscando comida que mi estómago tolere y líquidos para evitar deshidratarme. Saludo de lejitos a unos conocidos que me encuentro hasta que por fin me escabullo hasta la caja. Debo verme como una mierda, porque el señor que está detrás de mí en la fila para pagar me mira con cierta ternura y me ayuda a desmontar la compra del carrito. Me dejo ayudar. No me queda otra que dejarme ayudar.

Pago. 

Pido otro taxi. Esto sí sé pedir. 

Me duelen todas las articulaciones, me arde detrás de los ojos. Este otro chofer también se da cuenta de que me siento mal. Es tan amable que carga mi compra y la deja en la mismísima puerta de mi apartamento. «Que se mejore», me dice, y le doy las gracias.

Parece que sí tengo quien vele por mí después de todo, aunque haya tenido que dejarle propina. Solo que tengo ganas de que me atienda alguien que me llame por mi nombre. No, lo que quiero es alguien que me cuide y que me quiera desde siempre.

Reviso mi celular. Repaso todos mis contactos pero no llamo a nadie. No me gusta joder y aún no aprendo a pedir ayuda sin sentir que estoy jodiendo. Me tomo la temperatura: 38,5. Me preparo una sopa con todos los dedos entumecidos. Pienso que más me vale no volver a vomitar después de pasar tanto maldito trabajo cocinando. No vomito.

Regreso a la cama, vuelvo a transformarme en un epicentro que hace vibrar a mis tres sábanas. Me siento sola. Me hace sentir peor el hecho de que me siento sola por decisión propia. Porque, todavía a mi edad, no sé pedir. Porque incluso si alguien me escribe o me llama y me pregunta cómo estoy le diría que estoy muy bien, en lugar de admitir que estoy fatal. «Fatal», como le dije al chofer que no me quiere. Como le repetí al taxista a quien no le importa.

Así es que me prometo «mañana voy al médico» y no voy. Amanezco sana al otro día. Retomo la rutina y cuando me preguntan qué tal el finde, respondo con la verdad: «Me la pasé enferma». 

Reacción típica. Me cuestionan: «¿Por qué no me llamaste?»

«Ah, no sé», y aquí sí que miento. Digo: «No se me ocurrió».

Otra cosa se me ocurre justo ahí. Calculo todo el cariño que hay al otro lado de mis miedos. Me sobreviene la idea de que quizás la fiebre dejó a mi orgullo derretido en el colchón y me apetece descubrir otras maneras de ser fuerte. Una forma más suave e inmensa, donde también me sienta cómoda en la posición del que recibe y no solo del que entrega.

Entonces complemento mi respuesta: «No se me ocurrió, pero la próxima vez me dejaré querer».

Y lo digo muy en serio, como si solo decirlo pudiera transformarlo todo. Como quien pide un deseo y, en un acto desesperado, se gasta su última moneda arrojándola a una fuente.

Blog

El año en que volvió el amor

I
Una casa propia

“I can live alone and I love to work”. A house of my own fue el primer libro que leí este año y de ahí saqué el breve mantra que resume a la perfección estos últimos meses: Puedo vivir sola y amo trabajar.

Cuando estaba buscando apartamento ninguno me invitaba a quedarme. Demasiada caoba. Demasiado tránsito en la calle, demasiado lejos de mi trabajo, demasiado caro, demasiadas habitaciones. Demasiado e insuficiente al mismo tiempo.

Ahora miro a mi alrededor y me siento afortunada de poder llamar a este rinconcito mi casa. Mi zona segura en el mundo, mi santuario, donde empiezan y terminan mis días. Este es el punto exacto que marcó una nueva etapa de mi vida adulta, donde descubrí que soy la mujer que cuando era niña me prometí ser.

Para mí era tan importante salir del hogar materno por mis propios pies. Sin velo ni corona. Sin ayuda de un marido ni de nadie porque qué muera el patriarcado, y sin embargo, de todos necesité algo.

Necesité de mi hermano, de mis amigos, de mi familia. Necesité de un Poder Superior para que me guiara, del universo que sabía que el apartamento que yo andaba buscando me andaba buscando a mí para que yo lo habitara. Necesité de mis amigos que viven cerca y de los que viven tan lejos que se despiertan cuando me voy a dormir. Necesité abrazos, cervezas, todo el cariño, todo el apoyo. Por mis propios pies, sí. Pero no por mis propias fuerzas.

Qué bonito fue extender los brazos y encontrar tantas manos sosteniéndome, tanta gente a la cual decirle “mi casa es tu casa”. Gente que me ensucie las copas, que me arrugue los cojines, que me llene la sala de humo y la boca de risas. Gente que me seque las lágrimas.

Este es mi lugar. Aquí están mis libros favoritos, algunos dibujos que hice mientras estudiaba en la universidad, recuerdos de mis viajes. Están mis velas aromáticas, mis ácaros, mis grietas, mis mosquitos.

Están las flores blancas en un jarrón sobre la mesa. Pienso en Salvador, a quien se las compré afuera del supermercado y me prometió enseñarme a arreglar mis propios ramos la próxima vez.  Él dice que estoy lista para hacer algo más que combinar las flores que más me gustan y yo le creo. “Es un arte”, me dice, “y tú eres una artista. Las mismas flores se te van acomodando solas”. Es como la vida, supongo, que va cayendo de a poco en su sitio.

II
Cinco palabras

La mañana después de cumplir mis 27 años llegué llorando a la oficina. Sin ni siquiera saber lo que me estaba pasando, alguien me miró a los ojos y me dijo “tú te mereces lo mejor”.

Le creí.

III
Dime cuán roto estás y te diré cuánto puedo amarte

El primer amanecer del 2017 me encontró agarrada de manos con un casi-extraño. Todavía no alcanzo a entender qué fue lo que pasó ahí, pero él y yo empezamos a actuar como si fuéramos nosotros desde que entramos a un party en el que poca gente nos conocía.

Ahí estaba yo. Sin ganas de aclarar que no éramos nada cuando se referían a él como mi novio. Yo, que me cuido tanto de que no tomen nota de cuántas veces amé, para que luego tampoco quede rastro de cuántas veces fui incapaz de retener al amor. Había que verme.

Cuando salió el sol nos devolvimos nuestras manos y no supe más de él, pero lo tomé como una señal. Entendí que este sería el año en que volvería el amor y este fue el año en que el amor volvió.

El amor sigue siendo amor aunque la relación no dure.

Es que se hizo insostenible. El amor se volvió una casa en llamas. En principio me senté a su lado como quien decide que el infierno es su tipo de paraíso. Pero después, coño, nos estamos quemando. Vámonos, amor.  Vámonos de aquí.

Y el amor se fue, pero no conmigo.

Dejé de jugar al dime cuán roto estás y te diré cuánto puedo amarte. Entonces aprendí que amar también es esto, que amarse a uno mismo todavía cuenta como amor.

IV
Todo se me hace inmenso

Cada noche yendo a la cama con uno distinto: Murakami, Cisneros, Lahiri. Apilados en mi mesita de noche a un brazo de distancia, suplicando ¡elígeme a mí! ¡elígeme a mí! (Como yo en secreto le suplicaba a él).

Esto de estar sola a veces se me parece demasiado a la soledad. La casa, la cama, la ducha, las botellas de vino, la vida… Todo se me hace inmenso, todo me alcanza para dos.

Sé que para tener compañía basta con un mensaje o una llamada, de esos pendejísimos “para saber de ti”, como quien no quiere nada de nada, ninguna cosa.

Me estiro, como para ocupar más espacio, y me lo pienso mejor: Más vale poder tirarse un peo tranquila que mal acompañada.

A veces eso vale muchísimo más.

V
Mágico

Este año ha sido tan difícil como importante, ha exigido todo de mí. Me ha costado un montón ser adulta.

Rechacé grandes ofertas. Terminé mi relación con un hombre que adoraba. Llamé dos veces al 911, temí por la vida de alguien que amo. Acompañé a mis amigos a tomar ansiolíticos, a enfrentar divorcios, a poner denuncias por abuso, a enterrar a sus padres, a enterrar a sus hijos.

Entendí por qué dicen que la salud y el amor son lo más importante. Lo demás se consigue fácil, hasta llega solo.

Qué año de mierda. Qué año tan mágico, también. Que nos ha sacado el aire, pero aquí nos ha dejado, respirando. En medio de tantas pérdidas, aún nos tenemos los unos a los otros. Veo infinita belleza en esto. Queda tanto por qué dar gracias.

A pesar de todo, incluso gracias a todo, avancé. No estoy donde esperaba, pero sí en otra parte.

Y estoy convencida de que este es un mejor lugar.