cambiar

Blog

El año de la inutilidad de las expectativas

Mira, no pido mucho,

Solamente tu mano, tenerla

Como un sapito que duerme así contento.

—Julio Cortázar

I. Cosecha

Mil novecientos noventa y nueve. 

Dos mil cuatro.

Dos mil nueve.

Dos mil catorce. 

Dos mil diecisiete.  

No sé qué hace que mi cerebro recuerde con tanta nitidez los años de mierda. Los años especialmente buenos no los llevo tan marcados, aunque me gustaría. Embotellarlos como en los viñedos guardan las reservas de sus mejores cosechas. Quizás existieron. Estoy segura de que existieron, pero soy incapaz de señalarlos con la misma precisión que los malos. 

Lo más fácil sería decir «aquellos que no fueron años de mierda, fueron los buenos años.» Pero que esto sea lo más fácil, no hace que sea verdad.

Sé que la clasificación es inútil. Los años son como las mejillas, que no distinguen si las lágrimas que lloras son de tristeza o de alegría. Son iguales todas las lágrimas. Dura lo mismo cada segundo. La naturaleza del tiempo es arrastrar todo cuanto existe hacia adelante y afortunados los que aún seguimos siendo arrastrados hasta la otra orilla, aunque tengamos que aprender a vivir sin todo lo que hemos dejado atrás.

II. I remember…

Recuerdo que estábamos en la cama conversando algo sobre Chantal Maillard, el hambre como concepto y cómo el hecho de estar vivos es en sí mismo un acto violento. Salir, caminar, matar a nuestro paso hormigas, marchitar la hierba con nuestro propio peso, fulminar todo cuanto tocamos hasta que seamos nosotros los derrotados. 

Recuerdo que llegué a la conclusión de que la vida se alimenta con furia de la vida. Todo lo que respira es un corderito de sacrificio dentro del cosmos y poco más.

Recuerdo que, a pesar de todo, aquella fue una conversación bonita. Recuerdo que pensé: Me siento a salvo aquí.

III. El universo correcto

Tengo pocas ganas de hacer cuentas y de obligar a mi cerebro a buscar lecciones o a encontrarle un sentido a todo esto. Quiero descansar en la simpleza de que no hay respuestas erróneas, tan solo hay un universo correcto para experimentar cada pregunta y resulta que es el universo en el que me encuentro. 

Es una crueldad decir que hay un dios que nos ha salvado porque ha escuchado precisamente nuestras oraciones mientras ha ignorado las plegarias de muchos otros que han suplicado con la misma fe y un corazón más puro. El único milagro es la máquina del cuerpo que observa, se mueve y se estremece bajo un cielo perforado de estrellas, como si nada de esto fuera temporal, como si las arrugas, las canas y el crepitar de nuestros huesos fueran regalos de la vida y no el aliento de la muerte calentándonos la nuca.

IV. La inutilidad de las expectativas

Mis expectativas no han servido de nada, solo para distraerme del presente. Ha sucedido lo que esperaba, pero nada ha sucedido como esperaba. Este ha sido el año de prender en fuego todas mis pajas mentales y disfrutar el calor de esa hoguera.

Un día me sorprendí pensando «¿cuándo todo volverá a ser como antes?» No era la primera vez que me lo cuestionaba. Hace 22 años un huracán se metió a la isla y me pregunté lo mismo cuando vi el desorden que había dejado: las calles inundadas, los árboles caídos, la luz eléctrica que no llegaba y los mosquitos jodiendo la noche entera, zumbándote en el oído.

¿Cuándo todo volverá a ser como antes?, le preguntaba a todo el que quisiera escucharme. Como si hubiese una fecha pautada en el calendario.

Dentro de mi inocencia no entendía que uno se recupera de los desastres sin darse cuenta, poquito a poco. Un día conectaron la luz, otro día empezaron a crecer nuevas hojas en los árboles del patio, mi mirada se acostumbró de tal forma al nuevo paisaje que ya era incapaz de recordar ese antes que añoraba tanto. 

Esto es lo que ahora sé: Cuando todo vuelve a la normalidad, ha pasado tanto tiempo que ni te importa. Ha pasado tanto tiempo que te vuelves otra.

La respuesta a todos los ¿cuándo? es «ahora» o «todavía».

V. Un par de certezas

Soy optimista con el año que vendrá. Doy por hecho que será absolutamente hermoso porque mi ojo está entrenado para detectar belleza en casi cualquier parte. No obstante, tengo claro que un nuevo año es estrenar un cepillo para lavarse los mismos dientes de siempre, es quitar el ramo marchito para colocar rosas frescas en el mismo jarrón de toda la vida. Igual sigue siendo lindo tirar lo que ya no sirve, cambiar las flores.

He tenido una pequeña revelación: La vida es corta, el amor es infinito. De momento no pido más que conservar estas certezas.

Blog

Aún no aprendo a pedir ayuda sin sentir que estoy j*diendo

Espero a que mi cuerpo se encargue de ello, sea lo que sea. Dos días temblando debajo de tres sábanas, vomitando y con la fiebre cayéndome a palos. Pero sé que no hay nada mejor que decir «mañana voy al médico» para amanecer sana al otro día. Y nada peor que enfermarme para recordar que no tengo a nadie que me cuide, al menos no sin que yo se lo pida. 

Cómo me cuesta pedir. 

Cómo me cuesta aceptar cuando, aunque no pida, me dan.

Las dos vacías: mi nevera y mi barriga. Llamo a un taxi para ir al supermercado porque mi carro está en el taller. El chofer me pregunta que si estoy bien, le contesto que estoy fatal, me responde que se me nota. ¿Pues para qué pregunta? Le cuento entonces que no sé qué tengo, pero que no se lo deseo a nadie. Él me dice que anda un virus muy malo de esos. Siempre anda un virus muy malo de esos.

El supermercado está lleno de gente. Tantos cuerpos en el mundo y tiene que dolerme tanto el mío. Voy arrastrando los pies por los pasillos buscando comida que mi estómago tolere y líquidos para evitar deshidratarme. Saludo de lejitos a unos conocidos que me encuentro hasta que por fin me escabullo hasta la caja. Debo verme como una mierda, porque el señor que está detrás de mí en la fila para pagar me mira con cierta ternura y me ayuda a desmontar la compra del carrito. Me dejo ayudar. No me queda otra que dejarme ayudar.

Pago. 

Pido otro taxi. Esto sí sé pedir. 

Me duelen todas las articulaciones, me arde detrás de los ojos. Este otro chofer también se da cuenta de que me siento mal. Es tan amable que carga mi compra y la deja en la mismísima puerta de mi apartamento. «Que se mejore», me dice, y le doy las gracias.

Parece que sí tengo quien vele por mí después de todo, aunque haya tenido que dejarle propina. Solo que tengo ganas de que me atienda alguien que me llame por mi nombre. No, lo que quiero es alguien que me cuide y que me quiera desde siempre.

Reviso mi celular. Repaso todos mis contactos pero no llamo a nadie. No me gusta joder y aún no aprendo a pedir ayuda sin sentir que estoy jodiendo. Me tomo la temperatura: 38,5. Me preparo una sopa con todos los dedos entumecidos. Pienso que más me vale no volver a vomitar después de pasar tanto maldito trabajo cocinando. No vomito.

Regreso a la cama, vuelvo a transformarme en un epicentro que hace vibrar a mis tres sábanas. Me siento sola. Me hace sentir peor el hecho de que me siento sola por decisión propia. Porque, todavía a mi edad, no sé pedir. Porque incluso si alguien me escribe o me llama y me pregunta cómo estoy le diría que estoy muy bien, en lugar de admitir que estoy fatal. «Fatal», como le dije al chofer que no me quiere. Como le repetí al taxista a quien no le importa.

Así es que me prometo «mañana voy al médico» y no voy. Amanezco sana al otro día. Retomo la rutina y cuando me preguntan qué tal el finde, respondo con la verdad: «Me la pasé enferma». 

Reacción típica. Me cuestionan: «¿Por qué no me llamaste?»

«Ah, no sé», y aquí sí que miento. Digo: «No se me ocurrió».

Otra cosa se me ocurre justo ahí. Calculo todo el cariño que hay al otro lado de mis miedos. Me sobreviene la idea de que quizás la fiebre dejó a mi orgullo derretido en el colchón y me apetece descubrir otras maneras de ser fuerte. Una forma más suave e inmensa, donde también me sienta cómoda en la posición del que recibe y no solo del que entrega.

Entonces complemento mi respuesta: «No se me ocurrió, pero la próxima vez me dejaré querer».

Y lo digo muy en serio, como si solo decirlo pudiera transformarlo todo. Como quien pide un deseo y, en un acto desesperado, se gasta su última moneda arrojándola a una fuente.

Blog

No existe otra forma de crecer, salvo alejarse de la raíz

Es el momento de crecer sabiendo bien la raíz
y de abrazar el tallo de otra rama,
Es el momento de crecer por dentro y fuera de ti
y de entender el fuego de otra llama

(Otra forma de sentir, Pedro Guerra)

 

Me cuesta abandonarme al cambio, pero mientras permanezca rehusándome a ver el miedo a la cara no podré notar que no es tan grande como lo imagino, que lo puedo vencer de un zarpazo, que seré valiente en la medida en que siga creciendo hasta ser mayor que mis miedos.

Y crecer duele. Lo sé porque lo he sentido incontables veces, este crujir en los huesos, este tirón en el alma. Ya he aprendido que para que la mejor parte de mí nazca, otros pedacitos míos tienen que morir. Sin embargo, cada vez me entristece enterrar mis antiguas versiones, cada vez me cuesta alimentar esas partes mías que siguen siendo una niña.

No dejo de preguntarme por qué estoy obligada a agrietar el suelo que me rodea, a lastimar tanto sin quererlo, a abandonar el terreno que conozco. Y el tiempo a veces me da la respuesta, por un instante me doy cuenta que no existe otra forma de crecer, salvo alejarse de la raíz.

Crecer es también tropezar, ensuciarse los pies mientras caminas. Precisamente porque no es fácil estoy segura de que vale la pena: este andar torpe y sin gracia es con lo único que cuento para dejar mis huellas.