En ocasiones escribir se me hace fácil. Sólo es cuestión de detenerme y prestarle atención a las musas, escucharlas zumbarme al oído, intentar mover los dedos a la velocidad de sus voces e ir atrapándolas como moscas. Las palabras se derriten despacito sobre mi lengua, me dejan un regusto agradable, son una verdadera delicia, un postre.
Otras veces el proceso de escribir me resulta insoportable. Mis manos son incapaces de moverse, como si un yunque colgara de cada una de las puntas de mis dedos. Las musas chillan atormentadas y las malditas palabras se atropellan unas contra otras ahogándome en un mar de tinta. Todas las letras del abecedario empiezan a afilar sus bordes perforando mi piel sin clemencia: La t comienza a jugar a las espadas, la X se cierra sobre su eje para tijeretear.
Hay días en que esto de escribir es un auténtico infierno, pero a mí me gusta arder. Me encanta danzar entre las llamas.
Vaya perversión.