Advertencia:
Las dosis
de magia
causan
adicción.
La muerte es tan inmensa, tan definitiva e irremediable que no sé ni por dónde empezar a engullirla. Supongo que hay una parte de la existencia que uno prefiere no mirar porque no entiende. Me parece el mayor de los misterios eso de que en un momento dado existes y luego existes en otra parte; o lo que es peor, existes y luego dejas de existir.
Tantos años buscando el valor de x en ecuaciones de todos los grados y nadie te enseña qué cosas decirle al oído a alguien que está muriendo, o cómo sostenerle la mirada sin que se entere de que también tienes miedo. No te adiestran en cosas tan elementales como cuánta presión aplicar con tus labios sobre su frente ni cómo sujetar sus manos entre las tuyas sin que te tiemblen.
Ninguna persona te enseña, pero cuando el tiempo apremia y no hay nadie más allí que pueda hacerlo por ti, las palabras y las caricias te fluyen como si unos hilos invisibles tiraran de tus músculos de trapo.
Esto es todo cuanto sé ahora: uno siempre sabe qué hacer. Por defecto, el amor es la respuesta que le damos a la mayoría de las preguntas.
La pregunta que martilleaba mi cabeza entonces, era what the fuck?
What the fuck?
What the fuck?
What the fuck?
De todas las expresiones sevillanas, miarma es mi favorita. Y de todas las personas que me llamaban «miarma», Isabel era mi favorita. Porque cuando ella me llamaba así lo sentía genuino, como que no lo decía por decir, sino porque algo de cariño me tenía.
Mi alma, mi-arma, miarma. El martes me enteré de que nunca más la escucharé llamarme así.
La muerte se parece bastante al silencio.
La última vez que la vi me aseguró que volvería a Sevilla y le creí. Desde entonces siempre que imaginaba mi regreso pensaba que iría a visitarla. Lo daba por sentado como si se tratase de la Giralda o de la Plaza de España y no de un ser humano envuelto en la fragilidad que nuestra condición de mortales conlleva.
Estaba esperando a que se recuperase para enviarle un pedazo del Caribe en una caja llena de chucherías y recuerdos de mi isla. Uno siempre cree que tendrá tiempo, uno siempre se equivoca.
Gran parte de la magia que me regaló esa ciudad se la debo a ella porque se la debo a él. Sin embargo, más allá de ser quien traería al mundo a ese niño que luego se convertiría en el hombre al que tanto he querido, fue una de esas personas que me abrió las puertas de su casa cuando estuve lejos de la mía, que le bastó saber que la lasaña era mi plato favorito para incluirla con mayor frecuencia en el menú y quien me conmovió con su corazón tan fuerte y dulce como un caramelo de menta.
«El invierno se lleva a mucha gente», me dijeron una vez. Pero existen cosas que el invierno jamás se podrá llevar. Hay gente que cuando se va, se deja por todos lados. La muerte no se parece en nada al olvido. Cuando regrese a Sevilla, Isabel estará allí, como está aquí en Santo Domingo y en todos los rincones donde habita alguien que la quiere. Donde habita alguien que siempre la va a extrañar.
Fuimos al mar, al mar contaminado de la ciudad. La oscuridad de la noche apenas nos permitía distinguir la espuma blanca chocando irascible contra las rocas, pero estábamos frente al mar y eso bastaba. El océano es un lugar sin cadenas, no tiene dueño. Tal vez por eso despierta en mí cierto sentido de pertenencia.
El Diccionario de la Real Academia Española registra más de 88.000 palabras, pero ninguna me servía para nombrar ese vacío, que frente a aquella inmensidad se me antojaba tan pequeño.
Hasta que de pronto se me aligeró la carga. Algunas cosas se quedaron flotando allí, las vi disolverse entre las olas como un puñado de sal. Si bien la vida no te da lo que le pides exactamente cuando lo quieres, al menos te da las herramientas para lidiar con la maldita espera. Como mi impaciencia es de magnitud oceánica, la vida me ha dado el mar. Junto a una adicción a la cafeína que me obliga a salir de la cama y gente que me obliga a salir al mundo.
Una luna brillaba en el cielo, otra luna flotaba en el agua. Es posible tenerlo todo, pero no al mismo tiempo. Era eso lo que me tocaba aprender, a reconciliarme con mi lugar en el universo, a dejar de pretender reducirlo todo a una palabra, a calmar mis ansias nómadas chupando caramelos de paciencia.
Fuimos al mar y el presente se tornó profundo y ancho, haciéndome espacio. Fingiendo ser Rose en el Titanic, extendí los brazos gritando I’m flying, Jack! mientras la brisa cargada de salitre se me quedaba enredada en los rizos.
Cerca del amanecer me preguntó qué quería hacer y le dije «quiero irme a casa», aunque ni yo misma supiera dónde estaba ese lugar.